EL DEFENSOR DEL CREYENTE
Como es sabido, desde 1981, en aplicación del artículo 54 de
la Constitución española, existe en nuestro país el cargo de
“defensor del pueblo”, designado por las Cortes, para la
defensa de los derechos fundamentales de los ciudadanos. Al
igual que el defensor del pueblo, tenemos el defensor del
paciente, del consumir, del asegurado, del cliente...
Se comprende, además, que estos cargos son, no sólo
importantes, sino sobre todo necesarios. Porque las leyes,
por muy bien hechas que estén, no pueden prever todos los
casos en los que una persona se puede ver vulnerada en sus
derechos. La complejidad de la vida y de las situaciones es
imprevisible.
Así las cosas, se comprende que un enorme colectivo de
ciudadanos, que se pueden ver vulnerados en sus derechos
fundamentales, y desprotegidos en la defensa de tales
derechos, somos los creyentes, sea cual sea la confesión
religiosa a la que cada cual pertenezca.
Y aquí me parece importante destacar cuatro hechos:
1) Las creencias religiosas tienen, para muchas personas,
una importancia decisiva.
2) Las creencias religiosas pueden entrar en conflicto con
derechos y obligaciones civiles fundamentales en la vida de
los ciudadanos.
3) En los asuntos que conciernen a los propios dogmas o
creencias, las religiones se sienten más inclinadas a
imponer obligaciones que a reconocer derechos.
4) Cuando se presentan situaciones de conflicto entre las
obligaciones religiosas y los derechos cívicos, los
dirigentes religiosos suelen anteponer las obligaciones
“divinas”, a los derechos “humanos”.
Todos sabemos la interminable casuística y las constantes
situaciones conflictivas que se plantean en este complejo
orden de cosas. Teniendo en cuenta que, con relativa
frecuencia, los problemas más serios, a los que se ven
confrontados los creyentes, no provienen de sus relaciones
con el Estado, sino sobre todo con la propia religión, es
evidente que, cuando se trata de estos problemas,
estrictamente religiosos, el recurso a un tribunal civil, al
menos en principio, no tiene sentido, ya que las creencias
religiosas, por su misma naturaleza, son convicciones
libres, de las que cualquier funcionario de un juzgado no
tiene por qué saber ni por qué preocuparse.
Pero esto, que en teoría es lógico y razonable, en la
práctica diaria de la vida y tal como funciona la psicología
de muchas personas, puede plantear (y de hecho plantea)
situaciones humanas que pueden llegar a ser extremadamente
graves. Sobre todo, si tenemos en cuenta que las creencias
religiosas tocan en lo más íntimo de la persona. Y además
tocan en esa intimidad manejando (a veces, con suprema
habilidad) los sentimientos de culpa, mediante los que el
sujeto puede verse a sí mismo como una buena persona o, por
el contrario, como un traidor o un canalla.
Mucha gente no se imagina la extrema complejidad y hasta la
gravedad que este tipo de problemas plantean a muchos
ciudadanos, por lo demás, personas de indudable buena
voluntad.
Por poner algunos ejemplos:
· los
profesores de religión que se ven obligados a enseñar cosas
de las que no están convencidos o que incluso rechazan.
· los
matrimonios, ya cargados de hijos, en los que uno de los
cónyuges decide obedecer a su confesor antes que a ninguna
autoridad civil, tanto en las relaciones con el otro cónyuge
como en todo cuanto se refiere a la educación de los hijos.
· las
mujeres que se ven obligadas a compartir la vida con
hombres que las maltratan (incluso físicamente) y de los
que, por deberes religiosos, no pueden separarse.
· las
personas que se ven obligadas en conciencia a no admitir una
transfusión de sangre, a vestirse de una manera determinada,
a rechazar determinados alimentos, etc.
· los
divorciados o los homosexuales a los que hay sacerdotes que
les niegan los sacramentos.
La lista de situaciones extrañas, extravagantes o de
consecuencias imprevisibles es interminable. En todo caso,
si los creyentes se sienten, a veces, agredidos por personas
o instituciones laicas, sean las que sean, el Estado debe
proteger a tales ciudadanos. Y si los creyentes advierten
que son los dirigentes de la propia religión quienes actúan
de forma que recortan o limitan los derechos fundamentales
de los propios creyentes, debe existir una instancia laica
que proteja a tales personas, dado que, con bastante
frecuencia, la institución religiosa impone deberes, pero no
ofrece la debida protección de los derechos.
Por lo demás, que nadie salga diciendo que todo esto tiene
una solución muy sencilla: prescindir de las creencias
religiosas, de los curas, los obispos, los pastores, los
imanes, los ayatolás, los rabinos, los bonzos, los chamanes
y, en general, de todos los que, en nombre de una presunta
deidad y esgrimiendo leyes divinas o derechos religiosos, le
meten a la gente en la cabeza que, si es que tomamos en
serio “lo divino”, todo “lo humano” pasa a segundo término.
No. La cosa no es tan sencilla. Porque es un hecho que las
creencias religiosas tienen un arraigo personal y social tan
fuerte, que tales creencias, sus tradiciones y sus prácticas
llegan a formar parte constitutiva de la identidad misma de
la persona. Si prescindir de los sentimientos de culpa y de
las creencias religiosas fuera tan sencillo, serían
bastantes los psiquiatras y psicoterapeutas que tendrían que
apuntarse al paro.
Por supuesto, no sería fácil encontrar la persona adecuada
para ejercer el cargo de “defensor del creyente”. En
cualquier caso, tendría que ser una persona entendida en
cuanto se refiere a los derechos fundamentales de los
ciudadanos. Y una persona también con una sólida formación
en ciencias de las religiones.
José M. Castillo