DOS GIROS DECISIVOS PARA COMPRENDER A JESÚS
Enrique Martínez LozanoLc 19, 28-44
En menos de cien años, la cristología (la comprensión de la persona y de la misión de Jesús) ha experimentado dos giros notables: uno se encuentra ya en cierto modo consolidado –a pesar de que todavía algunos documentos magisteriales, así como algunos centros de estudios teológicos, parezcan no haberse enterado-; el otro, se halla todavía en sus inicios.
Quiero hacer referencia a ellos, porque nos van a ofrecer claves valiosas para entender la cruz de Jesús, liberándonos de lecturas expiacionistas y sacrificiales, a las que la teología, la catequesis y la predicación anteriores nos tenían acostumbrados.
El primer giro consistió en el paso de una “cristología descendente” a otra “ascendente”. Se inició con la “nouvelle théologie” francesa, y se desarrolló y profundizó en los años del Concilio Vaticano II y siguientes (1960-1980), con el influjo poderoso de la teología europea (alemana, holandesa…).
En síntesis, podría decirse que el cambio consistió en pasar de decir: “Jesús es Dios”, a decir, más bien, “Dios es Jesús”. Y supuso una auténtica revolución. La cristología descendente “creía” saber quién era Dios; a partir de ahí, se trataba sencillamente de aplicar a Jesús aquellos supuestos atributos divinos (omnipotencia, omnisciencia, eternidad, impasibilidad…), olvidando incluso, en la práctica, su realidad humana.
Pero ahí mismo se ocultaba la trampa: en el hecho de que no sabemos qué sea Dios. Pon tanto, lo que se hacía era proyectar una imagen de Dios a nuestra propia medida que, invariablemente, lo convertía en un ídolo. Esos rasgos se decían también de Jesús, convertido en un objeto de culto y adorado como Dios, cuya vida histórica pasaba casi desapercibida.
La cristología ascendente funciona justo al revés: si los cristianos afirmamos que Jesús nos revela a Dios, empecemos por conocer a Jesús: en su vida, sus acciones, sus palabras…, conoceremos algo más de lo que decimos cuando pronunciamos la palabra “Dios”.
Las consecuencias fueron notables: la práctica de Jesús, antes “olvidada” pasó a ocupar un lugar central, corrigiendo imágenes de Dios que una filosofía y una teología abstractas, durante muchos siglos, habían inoculado en el imaginario cristiano.
Por lo que se refiere al tema de la cruz, en la cristología descendente, se veía como el sacrificio del salvador celeste que, viniendo del cielo, saldaba así la deuda contraída por el pecado de nuestros primeros padres. Las consecuencias de esta lectura expiacionista todavía perduran.
En la cristología ascendente, por el contrario, queda claro que la cruz de Jesús no es en primer lugar voluntad de un Dios vengativo, sino consecuencia de un modo de vivir, que resultaba insoportable para los poderosos de turno, que terminaron eliminando al maestro de Nazaret. Bajo esta perspectiva, más acorde con la historia, la lectura de la cruz cambia radicalmente: Jesús vive como entrega –en línea con la fidelidad amorosa de toda su vida- lo que fue un atropello inhumano.
El segundo giro, no menos copernicano, en el modo de entender la figura de Jesús, apenas se está iniciando. Su origen no se halla en la propia teología (o cristología), sino, mucho más ampliamente, en el modo de conocer. Se trata de un cambio profundamente revolucionario en nuestra manera de acercarnos a ver (toda) la realidad, caracterizado por el paso del “modelo mental” al “modelo no-dual” de conocer.
El primero nos hace creer que todo son “objetos separados” y que esa es la verdad última de lo real. Dado que la mente, para pensar, necesita separar, terminamos concluyendo que todo se halla separado de todo…, Dios incluido.
El modelo no-dual nos saca de ese error: basta acallar la mente, para caer en la cuenta de que nada se halla separado de nada; todo es una gran red, en una admirable interrelación holística. No se niega ninguna diferencia, se reconoce el valor de cada “forma” aislada, pero se ve que todas las formas se hallan secretamente abrazadas en una unidad mayor que las constituye. No-dualidad es unidad-en-las-diferencias, como las olas en el océano, donde todo es la misma agua.
Por lo que se refiere al tema de la cruz, este nuevo giro nos hace ver a Jesús como un “espejo” nítido en el que se refleja ese “agua” que somos todos, nuestra identidad más profunda y compartida. En él encontramos también el modo de afrontar el dolor y la muerte, en la certeza de que lo que somos no muere jamás.
Enrique Martínez Lozano